Clubs de jazz, drogas y proto-mods

Baron's Court, All Change de Terry Taylor
por Stewart Home

En Clubs de jazz, drogas y proto-mods, el polifacético artista británico Stewart Home hace un oblicuo homenaje a su madre con la excusa de reseñar una novelucha de Terry Taylor. Que en paralelo resulte ser uno de los mejores documentos de la génesis del Mod londinense de los sesenta, era una ocasión que no podíamos dejar escapar.


“El Katz Kradle se considera el mejor club de jazz de este país, pero yo lo odio. Aunque vaya allí semana tras semana, creo que apesta. La música es fantástica, y se han gastado cientos de libras en la decoración (no es coña, el jazz es un gran negocio), pero son sus miembros los que lo echan a perder. Se comportan bastante bien, nunca hay peleas a puñetazos ni cosas así, pero que sean tan fantasmas es una pena. Estoy seguro de que la mitad no podría decir la diferencia entre una trompeta y un trombón, y van allí por cambiar del Palais. Hay excepciones, por supuesto, y algunos cats van a escuchar la música, pero definitivamente somos la minoría. Los demás se congregan en el Kradle sólo para mostrarse entre ellos y delante de las encantadoras chicas judías que van allí lo elegantes que visten, es una especie de desfile de Pascua semanal…Se apelotonan alrededor del escenario siguiendo el ritmo de la música con los pies, haciendo tanto ruido como el batería, y cuando los solistas tocan algo que pueden comprender, es decir, por ejemplo, un par de compases del “Rule Britannia” en medio de “Find And Dandy”, entran en éxtasis, pero si en su lugar se tocara algo sutil, ni se enterarían. Vale, no nos vestimos tan elegantes como ellos, pero es que en vez de pulirnos la pasta en ropa, la invertimos en elepés… Sin embargo, nosotros también lo pasamos bien. Si no es gracias a una conversación amigable, será tratando de ligarse a una chica, y si no fumándonos un buen canuto arriba, en los lavabos. Y al final siempre acaba pasando algo. Alguno de los cats con piso propio dará una fiesta improvisada donde todos podremos colocarnos y echar un polvo, y si hay suerte nos las arreglaremos para arrastrar con nosotros a algún camello y lo pondremos tan ciego que empezará a sentirse generoso y sacará una puta onza enorme como su contribución al jolgorio…”
(1ª edición, Págs. 66-67; 2ª edición, Págs. 48-49)

Sí, has leído bien, así que ahora chúpate ésta: Baron’s Court, All Change es el Santo Grial para todos los coleccionistas de minucias beatnik, mod y hippie. Es decir, directa de la nevera, una novela tan enrollada y tan adelantada a su tiempo que se unió a la Legión de las Requeteolvidadas aún más rápido de lo que su editor tardó en enviarla a las tiendas, colega. Situada en los últimísimos cincuenta (y es posible que incluso en 1960, hasta donde Terry Taylor, su autor, puede recordar), documenta un verano en la vida de un anónimo narrador de dieciséis años que abandona su hogar suburbano y su aburrido trabajo de dependiente por un piso en el centro de Londres, gentileza del dinero ganado al introducirse en el tráfico de charge (marihuana para ti y para mí, cáñamo indio para los estrechos de aquella época). Taylor nació en 1933 e inspiró las novelas Absolute Beginners y Mr Love And Justice de Colin MacInnes; y, aparte de ser ayudante de la famosa fotógrafa Ida Kar (y también su amante, a pesar de la enorme diferencia de edad entre ambos), Terry fue también un buscavidas; por eso sabía un par de cosas o tres sobre el trapicheo de drogas. Lo que Taylor despliega en esta novela es la poco conocida escena beatnik de Londres que desembocó directamente tanto en el movimiento mod como en el extremo británico de la escena hippie. Existe una sub-trama sobre Liz, la hermana del narrador, quedándose preñada de su novio y teniendo un aborto ilegal, pero no es necesario que nos detengamos en ella. Para mí, es de gran interés la injerencia del narrador en el espiritualismo, que le conduce a enrollarse con una mujer mucho mayor llamada Bunty Ryan:

“Cuando entramos en el apartamento, el olor cambió del friegasuelos a perfume. Estaba débilmente iluminado con lámparas ocultas…Podría decirse que ella quería impresionarme. Y lo consiguió. La verdad, mi mente de dieciséis años se empapó de todo. Dos paredes de diferente de color; rosa y lavanda, bueno, eso era algo serio. Mobiliario moderno—¡tío, eso es vida! ¡La radiogramola! Negra y dorada…La posesión de la ella que estaba más orgullosa era una gran pintura abstracta llena de color, a la que miraba tan fijamente como si estuviera hipnotizada, con los ojos entrecerrados. Cuando le pregunté qué se suponía que era aquello, me salió con una perorata muy complicada, llena de palabras como estética, acción y textura, de la que no comprendí nada en absoluto. Aquello me sonaba a chino, pero asentí como si lo comprendiera. Debe ser una verdadera intelectual, pensé… Cuanto más hablábamos, más parecíamos tener en común. Hasta tenía música en su queli. Una pequeña representación de todos los nombres, aunque Diz y Kenny Graham, con su rollo afro, parecían estar entre los favoritos. Se puso como una loca cuando supo que yo también estaba metido en la movida del Jazz. Es la única música que siempre me ha entusiasmado. Desde que escuché el “Bebop Spoken Here” de Tito Burns (que ahora es muy poco enrollado, pero que al menos fue un principio)…Para aquellos de vosotros que no les importe, o que no se hayan molestado en que les importe el Jazz, todo lo que puedo deciros es que os estáis perdiendo lo mejor de la vida. Supongo que las cosas intelectuales son satisfactorias hasta cierto punto, pero lo bueno es lo que viene después, ¿sabéis?. En el Jazz, la mayor parte es improvisada, ¿vale? Y nunca sabes qué se va a sacar un músico de la manga. Él te lleva a su propio mundo y, a través de los sonidos que sopla, te lo cuenta todo sobre sí mismo, y cuando te las arreglas para estar en su mismo plano, difícilmente hay un subidón comparable…”
(1ª edición, Págs. 24-28; 2ª edición Págs. 19-21)

Está claro, el jazz es cool y el sexo funky. Así que tirándose de cabeza al folleteo, el narrador se embarca en una relación con Bunty, aunque (des)afortunadamente semejante roba-semen y asalta-cunas no consigue darle la satisfacción continuada que él encuentra en el jazz:

“Pronto descubrí que a Bunty le gustaba exhibirse. Paseaba el palmito por sitios como el U, donde podía hablar algo más alto que los demás y seguir diciendo “querido”, esa palabra horrible, y generalmente dirigiéndomela, porque llevaba un rollo muy raro en lo que a mí respecta. ¿Comprendes? Estaba en la gloria cuando podía ser vista en un restaurante o en un club con un servidor de usted, que parecía tan jovencito comparado con ella, porque gracias a mí podía montar un pequeño escándalo, agarrándome la mano para que todos lo vieran y presentándome como a un muy buen amigo suyo que tiene montones de talento—(algo que nunca me he encontrado) y acabando diciéndole a todo el club que nos íbamos a su casa."
“No me importaba, la dejaba darse bola. Después de todo, le debía mucho en lo que respecta a mi educación. Aparte de algunos gañanes y maricas, ella me había presentado a la supuesta gente bien, que en mi opinión estaba bien lejos de serlo. Un puto desastre en su mayor parte, diría yo. Un montón de estafadores y de putas, si me lo preguntas. La mayoría no sabía lo qué quería y cuando lo conseguía no sabía qué hacer con ello. Todos parecían frustrados de un modo u otro, incluyendo a la propia Bunty. Las mujeres parecía como si no hubieran echado un polvo en todo el año y los hombres no se aclaraban entre si eran maricas o no. Eran suburbanitas con dinero. Los peores eran los supuestos intelectuales. Cuando te los presentaban por primera vez, como de casualidad, te hacían un par de preguntas de prueba sobre la última y más extensa novela psicológica, lo que en su mundo estaba considerado muy de moda, pero yo acostumbraba a quedarme del todo con ellos y les decía, muy sinceramente, que ni siquiera había oído hablar de ella. Por un momento, parecían muy incómodos, supongo que se avergonzaban un poco de mí, pero en cuanto comprendían que yo no estaba avergonzado en lo más mínimo, entonces se relajaban. Para ser completamente sincero, creo que hasta les gustaba. Cuando les decía que no podía soportar ese rollo de Shakespeare los dejaba completamente noqueados. Les decía que yo siempre había sospechado un poco de alguien que metía tantísimos crímenes en sus tramas. Que me daban bajón. Que parecía como si, cuando la historia empezaba a decaer un poco, avivase la cosas con un bonito y jugoso homicidio. La gente no va por ahí asesinando al primero que les disguste, como esos tipejos de escritores esperan que te creas. No es natural…”
(1ª edición, Págs. 123-124; 2ª edición Págs. 88-89)

El narrador capta claramente la estrechez de miras del círculo de Bunty tras conocer a Miss Roach, quien, junto a su amigo Dusty Miller, le introduce en la movida de la charge:

“Sin pensármelo, tomé el porro entre mis dedos y le di una calada. “Así no”, me instruyó Miss Roach. “Aspíralo tan hondo como puedas y mantenlo ahí, eso es lo principal. Cuando le des una calada, no la dejes salir, sino que sigue aspirando aire para enviarlo lo más abajo posible,
hasta el fondo.”
“Hice lo que decían. No sabía ni la mitad de mal de lo que pensaba que lo haría. De hecho, era muy agradable. Entraba mucho más fácil de lo que lo hacía el tabaco, y al poco tiempo estaba aspirándolo ansiosamente.

“No demasiado la primera vez. No queremos que se te vaya la olla”, dijo Miss Roach, quitándomelo.
“No me preocupé por su voz, porque ya me había dado cuenta de que me sentía diferente. Todo estaba sucediendo muy rápidamente. Al principio no estaba seguro de qué se trataba exactamente. Entonces sucedió que la escena empezó a desenfocarse, igual que la tele cuando le das al botón equivocado. Pero no todo. Parte de la escena todavía estaba muy clara, de hecho, aún más perfilada, pero el resto estaba en una neblina. En la habitación, ciertas cosas destacaban como tuvieran un reflector dirigido a ellas—Miss Roach—los porros—el reloj sobre la repisa de chimenea—pero la mayor parte de las otras no brillaban en absoluto. Mi corazón estaba rompiendo el límite de velocidad—galopando como si estuviera loco—, y me sentía caliente, aunque el sudor de mi frente fuera frío como el hielo. Entonces la escena pasó a ser terriblemente irreal, y me asusté. Las voces de la gente parecían lejanas, y la atmósfera llena de humo no es que precisamente ayudara. Así que es esto lo que significa estar colocado, seguía diciendo mi mente. Es diferente de lo que he leído en los dominicales…”
(1ª edición, Págs. 43-44; 2ª edición Págs. 32-22)

Más o menos en el plazo de una semana, el narrador se convierte en un fumeta experimentado y, después de que su amigo DannyEl Camello” sea detenido por la pasma, está listo para meterse en la movida del trapicheo y embarcarse en un rollete con Miss Roach. Éste es un gran libro y su distorsionada escala temporal es un reflejo de su contenido drogota, más que un gazapo por parte de Taylor. La historia avanza a saltos y la voz del narrador es lo suficientemente fuerte como para empujarnos por encima de tales defectos cronológicos (incluyendo el hecho que, según mis cálculos, el narrador debería haber nacido en 1943 o 1944, aunque narre recuerdos del tiempo de guerra como si hubiera nacido en 1933, igual que Terry Taylor). Cuando le pregunté sobre esto a Terry, me dijo que la guerra tuvo una gran influencia sobre él, por lo que usó sus recuerdos de ella en la novela, pese a que el narrador habría sido demasiado joven para recordarla. Pero salgamos de esta escala temporal drogota, que sólo sirve para hacer aún más enrollado a este libro tan fabuloso, y regresemos a Miss Roach, la novia del narrador (que es
tan aficionada a la priva como lo es a la hierba):

Miss Roach no era la persona ideal para acompañarte a una fiesta en la que quisieras relajarte y pasar un buen rato, sin tenerte que preocupar por la posibilidad de tener que llevarla borracha a su casa. Ella era como el cat ese que leí una vez, que empezaba a cambiar de personalidad y cada vez hacía cosas peores. Mr. Hyde, creo que se llamaba. Bueno, en cualquier caso, ella era así. Un minuto estaba toda seria y al siguiente ya estaba ciega perdida. También podía ir de seria si quería. Hasta era una artista. Lo suyo era la pintura. La abstracción más abstracta que hayas visto. Ella no era del tipo estudiante de arte de Chelsea. Ese de faldas holgadas y sandalias y pies sucios y, por encima de todo, de “quiero-ser-rara”. No, ella era cool. Ser cool es la mejor manera de ser, es decir, sin no te das cuenta de que lo eres. Para acabarlo de arreglar, su viejo, que vive en Yorkshire, le enviaba una bonita suma mensual, pero estoy seguro de que sólo era para mantenerla por el buen camino.”
(1ª edición, Págs. 76-77; 2ª edición Pág. 56)

Miss Roach es la bomba, pero claramente el narrador se ama más a sí mismo y a la charge que a esa churri súper enrollada. Las siguientes palabras aparecen en el libro como salidas de la boca de DustyMiller, el amigo del narrador, pero ese es un detalle menor, puesto que brotaron directas de la pluma de Terry Taylor:

“Eso es lo grande de la Madre Charge, nunca sabes por dónde va a llevarte. Después de un tiempo, crees que conoces todos los diferentes caminos por los que puedes viajar, pero pronto descubres que existen otros. El lunes, uno de risas. El martes, uno serio. El miércoles, uno activo. El jueves, uno perezoso. Oh, tío, ¿no es excitante? Un millar de caminos por los que viajar y cada uno es diferente…“
(1ª edición, Págs. 77-78; 2ª edición Pág. 57)

En el libro, el consumo de drogas del narrador no va más allá de la hierba, aunque sobrevuele otras movidas; y tiene un amigo yonqui llamado Popper, que le da la oportunidad de describir el ritual de meterse un chute. Es más, cuando el narrador le explica a Popper el rato tan cojonudo que acaba de pasar con su hermana Liz en una feria, eso conduce a que el jamaroso le sugiera si ha descubierto algún nuevo colocativo:

“¿De verdad?”, dijo mi amigo yonqui, pareciendo interesado. “¿Qué se lleva ahora? ¿Bennies, L.S.D. o nems?’“
(1ª edición, Pág. 137; 2ª edición Pág. 99)

Asombrosamente, esta parece ser la primera referencia al LSD en una novela británica, y aunque su aparición aquí sea anecdótica, más adelante el ácido tendría un importante papel en la vida de Terry Taylor (pero ésa es otra historia y ahora no entraré en ella). Tras informarle al respecto y alguna que otra broma, el narrador pasa a describir el establecimiento donde tuvo lugar esta discusión en particular:

“A propósito, estábamos en un café-bar. Uno sucio del Soho llamado The Liggery, donde la más extraña mezcolanza de seres humanos se reunía para acordar tratos que nunca se materializaban, para conversar acerca de su pintura y de su escritura y otro montón de cosas, aunque lamento decir que hablaban más de lo que creaban. Dusty me había hecho prometer que nunca atravesaría sus rotas puertas, ya que un alto porcentaje de los internos venderían a su propia abuelita lisiada a cambio de un polvete nocturno o de una copa de Merrydown. Había como una sensación de suicidio cada vez que entrabas en aquel sitio, y algo como inseguro y espantoso para quienes no estaban al tanto de las movidas de los habituales.”
(1ª edición, Págs. 138-139; 2ª edición Págs. 99-100)

La actitud del narrador hacia quienes están en ese establecimiento es esencialmente la de un proto-mod (que es lo que él y Taylor, su doble no- ficticio, eran por la época en la que se escribió):

“El Liggery ya estaba abarrotado, y el olor de los cuerpos sudados era muy fuerte, y no estoy bromeando. De hecho, era bastante horrible. Cualquiera que vistiese una camisa limpia era mirado fija y muy antipáticamente por el resto, que parecían encontrar objetable incluso la presencia de esa persona. El segmento femenino era tan malo como su opuesto. Un cat debe ser muy pervertido para querer meterse en la cama con semejantes tipas sucias. Habían estado haciendo dedo por el continente, con sus anfetas y sus trads zarrapastrosos, y llevaban su uniforme de tejanos sucios, jerseys deformados, sandalias “soy-del-Soho” y maquillaje de ballet para demostrarlo. Estoy seguro de que todas ellas tendrían la mejor de las intenciones al empezar, pero debemos comprender que no todas las grandes artistas alcanzan el éxito, así que ¿cómo se iban a poder permitir mudarse de ropa interior cada semana?”
(1ª edición, Pág. 141; 2ª edición Pág. 101)

Siendo un modernista, el narrador posee un sentido del estilo muy diferente del de los zarrapastrosos trads y el de los yonquis. Cuando consigue un beneficio de 38 libras de su primer negocio con el costo, anuncia:

“Me sentía como un millonario. Quería ir a Cecil Gee y comprarme la mitad de su stock, o algo igual de chiflado que eso. Era el sueldo de dos meses…”
(1ª edición, Pág. 144; 2ª edición Pág. 103)

Ropa de Cecil Gee y modern jazz señalan al narrador como a un proto-mod (y para nada la estereotipada criatura vestida de parka y trasegadora de purple hearts con la que el término “mod” se asociaría hacia 1964). Unos pocos párrafos más adelante, Dusty Miller, el nuevo socio del narrador en el trapicheo de drogas, es descrito admirando narcisistamente una camisa nueva que se había comprado en “C Gee’s”. Pese a todas sus protestas acerca de amar más a la música que al vestuario, Dusty y el narrador son unos obsesos de la ropa, y todo el mundo es juzgado según su aspecto. La ropita podrá ir por detrás del vinilo a la hora de reclamar su parte, pero en un ajustado segundo puesto; y ambos están más que contentos por gastarse medio billete en un corte de pelo. Un camello rival llamado Jumbo es descrito así:

“…un cat joven, aunque tirando a viejo, sentado en la esquina, que estaba leyendo un tebeo de Superman. Lucía una camisa limpia y también corbata, pero llevaba el pelo largo y cortado al estilo Boston, que, como es bien sabido, se puso de moda con el Jazz de Dixieland. Su ropa era del estilo americano de posguerra, toda brillante y quedona, gabardina azul pálido, bajos del pantalón de veinte pulgadas…”
(1ª edición, Pág. 148; 2ª edición Pág. 106)

En las novelas, como en la vida, eventualmente todo lo bueno tiene un final… y Jumbo les da una paliza a Dusty y al narrador, antes de delatarles a la pasma. Por fortuna, los dos prometedores jóvenes han estado escondiendo su material en el piso de Miss Roach, aunque habían olvidado contarle que lo estaban haciendo. Miss Roach, que ya tiene una condena por drogas, se come el marrón mientras los chavales salen impunes. El narrador se siente algo culpable al respecto, pero Dusty lo persuade de que deje las cosas como están; aunque eso le lleva a abandonar a Miller con las siguientes palabras:

“Sí, de acuerdo, él me abrió la puerta al mundo “Hip”. Me lo había enseñado todo. Allí encontré todo lo que quería encontrar, pero ahora quería encontrarme a mí mismo.”
(1ª edición, Pág. 220; 2ª edición Pág. 157)

Un final convencional para una novela poco convencional. Dicho esto, el valor de Baron’s Court, All Change surge, como mínimo, tanto del modo en que documenta el surgimiento de las embrionarias escenas mod e hippie, como de la propia historia que relata. Y considerándolo todo, es el sentido del estilo de Taylor el que levanta al libro, así que me gustaría concluir con otra cita.

“Nos pusimos un disco de Jelly Roll Morton (había dejado de pensar de él que era un estrecho) y lo escuchamos un rato muy en silencio y después nos dijimos los unos a los otros lo que nos habíamos perdido cuando nos pensábamos que era tan poco enrollado como Karl Marx. Entonces Dusty hizo que Diz soplara por el tocadiscos, y sopló de puta madre, dirigiéndose directamente al batería, dándole caña, sin dejarle descansar ni por un momento. Entonces Charlie Parker, su tranquilo compañero, le dio un respiro y le pasó por encima, sabiendo que aquellos sonidos iban a ser pinchados años y años y años y años después por cats que aún seguirían pensando en él como en el Papaíto de todos ellos.”
(1ª edición, Pág. 181; 2ª edición Pág. 129)

Está todo aquí, en este libro, y lo que revela es un salvaje revoltijo de influencias. Los fundamentalistas mod de hoy en día podrán no gustar de él, pero esto es a lo que se parecía y olía el Mod en 1960. Terry Taylor y su narrador fueron mods antes del Mod, y simultáneamente hippies en potencia, mientras continuaban siendo beatnicks hasta las trancas; y lo mismo puede decirse de mi madre, Julia Callan-Thompson, quien en los sesenta formaba parte del círculo intimo de Taylor…¡Aquellos cats eran hep, y el libro de Taylor mola! Actualmente, Baron’s Court, All Change es muy difícil de encontrar, pero merece la pena buscarlo… ¡Una lectura esencial para hipsters enrollados de cualquier parte!